martes, 19 de agosto de 2014

Soy un hombre muy honrado que le gusta lo mejor (Pero no me alcanza)

Doctora Lingan

Esta mañana me lancé de rodillas al piso y con lágrimas en los ojos oré cuatro veces mirando hacia donde, supongo, se encuentra vuestra mansión. Es que, como casi toda persona en este mundo, he despertado henchido de felicidad al saber que se habilitaba, luego de tanto tiempo, esa obra cumbre de la civilización humana, que es vuestro consultorio. De buena fuente he escuchado que, incluso, los yihaidistas del Estado Islámico y el ejército israelí han suspendido sus respectivos genocidios para disfrutar de la lectura de los consejos tan noble sabia.

Rogando que entre los millares de cartas que le deben estar llegando, la mía sea una de las elegidas para recibir su brillante consejo, procedo inmediatamente a exponerle mi interrogante.

Resulta, que siempre he tenido una tendencia al sibaritismo. Desde niño prefería un bocadillo de caviar beluga antes que el huevo hervido que todos los demás niños llevaban en la lonchera. El agua Evian antes que la Coca Cola y el chocolate Noka Vintage Collection antes que un vulgar Doña Pepa. Ya de grande, mi tendencia bon vivant se agudizó, haciendo que me sea imposible departir en la época universitaria el ron barato y las papas fritas, al saber que por mi paladar deberían estar desfilando un puñado de hongos Matsutake rociados con algunos tragos de un buen Chateau Cheval Blanc de 1947.

La particularidad de mis gustos, sin embargo, nunca pudo materializarse, puesto que mi origen modesto, sumado a la falta de relaciones sociales necesarias para alcanzar el éxito impidieron que el lugar que me corresponde por naturaleza; es decir, banquetes al lado de príncipes y magnates; se haya visto truncada por mis labores de obrero de construcción a destajo y los paupérrimos sueldos a los que tiene acceso la clase trabajadora, en la que, vergonzosamente, me siento atrapado.

Mi pregunta, muy señora mía, es si existe alguna posibilidad de que alcance mis sueños, o he de resignarme a la deglución del pedazo de pollo a la brasa con papas fritas que me espera en la cantina de la fábrica, ésta y todas las tardes del resto de mi vida activa.

Atentamente

John Winston Pérez Sánchez


Querido Winston

Tengo una sensación agridulce al saber que, aún, en esa letrina nauseabunda que es la vida común, pueden florecer delicadas almas como la tuya. Es grato saber que, quizás, por tus venas fluya algo de sangre noble que podrá ser heredada a futuras generaciones, que sabrán -si pervive tan digna herencia, claro- repoblar el planeta de gourmandismo y clase, cuando nosotros, la clase dominante hayamos desaparecido de la faz de la tierra (No por nuestros excesos, por supuesto, que nunca son tales; sino, porque los placeres de este mundo ya nos empiezan a quedar cortos y ya se va haciendo momento de alcanzar las estrellas).

Debo decirte que no existe la menor posibilidad de que alcances tus sueños. Este mundo no es para los soñadores, y mucho menos si estos soñadores trabajan de obreros. Quizás si fueras mujer y tuvieras un físico envidiable, movimientos pélvicos inolvidables y una voluntad de hierro, mi recomendación sería otra; pero en tu caso, la esperanza está completamente fuera de lugar; lo que no quiere decir que debas perderla.  

Amigo, porque eso eres para mi, buen Winston, debo recomendarte que mantengas firmes tus creencias, que sigas comiendo con repugnancia el pedazo de pescado y las legumbres que te tocaron en suerte. No las disfrutes jamás, y sigue soñando. No solo eso, te pido que cries muchos, hijos, nietos, bisnietos, hasta que la fuerza te lo permita y enseña a todos la diferencia entre un foie-gras y un vulgar paté; las sutiles sensaciones que causa en tus papilas gustativas la carne de la langosta al deshacerse en tu boca y la tranquilidad de espíritu que se alcanza al sentir las burbujas de tu copa de Pernod-Ricard cosquilleandote los labios. Es cierto que la mayoría de ellos solo llegará a imaginar esos sencillos placeres, pero ¿No es, acaso, igual de cierto que las bondades del paraíso no se alcanzan en esta vida y eso no da óbice a que mantengamos nuestra fe impoluta? ¿Qué sería de nuestros hijos sin Santa Claus, sin la magia de Disney? Quizás hasta pensarían que su malvivencia generación tras generación es injusta y que las cosas debieran cambiar. ¡Quizás ya ni quisieran morir por nosotros! No lo permitas, Winston, anhela, sueña, y sobre todo, trabaja incansablemente, que la siguiente vez que tenga en mi tenedor de plata repujada un bocadillo de carne braseada de ternera wagyu, ten por seguro que pensaré en ti.

Abrazos

Maqui


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